domingo, 15 de abril de 2012

Centro de Pintura de las Llamas Doradas. Tarsilio se arriesga.

Al Centro de Pintura de las Llamas Doradas, CEPILLADO, asisten cincuenta personas. No todas reciben el taller de pintura al mismo tiempo. La mitad más uno recibe el curso, dos veces por semana, de 6pm a 7y30pm, y el resto de 7y30pm (aunque realmente comienzan a las 7y45pm) hasta las 9pm. Esta división se hizo tomando como base las edades de los participantes, los ancianos para un lado, los no tan ancianos para el otro. Hay ancianos muy ancianos que no quieren pintar con los otros muy ancianos, así que discutieron, arrogantes, petulantes, indignados, que su técnica y concepción del arte y del mundo se parece más a la empleada y concebida por los menos ancianos, así que decidieron, arbitrarios, sin permiso del director del centro, cambiarse de horario.

El CEPILLADO es un espacio bastante tranquilo, que comienza sus actividades, precisamente, a partir de las 6pm, después de que culminan las clases de educación básica dictadas en el mismo espacio. En la entrada de CEPILLADO hay una enorme pecera, que Tarsilio últimamente estaba observando muy sucia. En la pecera hay caracoles y peces, todos juntos, conviviendo. Sin embargo, la última vez que Tarsilio fue a CEPILLADO vio (o quiso ver) la pecera más limpia, aunque al salir del taller, le pareció una mera ilusión, así que bajó la cabeza, pensativo y algo perturbado. Mientras espera que se dé inicio al taller de las 7y30pm (que siempre comienza más tarde por lo que, usualmente, semana tras semana, repite en su interior: "hubiese terminado de regar las plantas antes de salir corriendo para llegar puntual"), Tarsilio observa la pecera, embobado. Se cuestiona mil cosas mientras persigue con su vista a los peces anaranjados, los más gorditos, que en más de una ocasión le parecieron tontos embarazados, chocándose entre sí y nadando luego, desconcertados, de un lado para el otro. Luego, detiene su mirada en los caracoles grandes, después en los más pequeños, los recién nacidos (que parecen "langostas pulgarcitas"), pegados a las paredes de la pecera, observando y admirando sus lentos movimientos, su calma, su parsimonia. 

Tarsilio, al contrario de los caracoles que observa atento cada vez que tiene ocasión, nunca ha podido estar calmado. De hecho, siempre está apurado. En una reunión con amigos cercanos confesó que en múltiples ocasiones se le viene una angustia al pecho, que le tranca un poco la garganta, el esófago, algo así, no lo supo definir bien porque sus conocimientos de medicina son casi tan limitados que podríamos decir que sólo sabe describir las partes externas que conforman su cuerpo, y que "ahí" (señalándose el pecho y recorriendo su mano hasta la garganta) le comienza una especie de angustia, un desespero, un ahogo, una asfixia, que lo lleva a salir corriendo. Usa tanto esa expresión ("salir corriendo") que sus charlas se tornan siempre aburridas no sólo por lo mucho que la utiliza, sino también por lo rápido que habla, atropellándose con las palabras y respirando profundo al final de las frases, siempre más largas y menos pausadas de lo común. En esa misma reunión confesó que, de chiquito, una vez que había hecho todas sus tareas, que había almorzado, que se había cambiado la ropa del colegio, que había llamado por teléfono a sus papás (que vivían lejos de la ciudad), que había ayudado a su abuela a sacar la basura, salía corriendo a la terraza del edificio gritando "LIBRE" a todo pulmón. ¡Y qué pulmón! Incluso una de esas tardes inundadas de gritos de libertad, una vecina metida, de esas que nunca faltan, subió a enfrentar a la abuela de Tarsilio, porque estaba muy sorprendida y preocupada de escuchar, todas las tardes, una voz aguda que, desesperada, emitía alaridos desagradables más o menos a la misma hora. La abuela de Tarsilio, muy apenada, bajó la cabeza y le dijo que no volvería a ocurrir, que son cosas de muchachos, que no se preocupe que ella le pone reparo al nieto. Pero cuando la vecina metiche se dio media vuelta, la abuela no hizo otra cosa que reírse a carcajadas. Una vez que hubo cerrado la puerta, llamó a Tarsilio y le contó lo sucedido, tras lo cual las carcajadas se redoblaron. La relación de Tarsilio con su abuela era envidiable, eran mejores amigos, incluso sin saberlo... se contaban todo, se reían de todo, sufrían juntos por todo. Así que cuando veían a la famosa vecina caminando por la vereda hacia el edificio, si ellos venían también, apuraban el paso, como corriendo, para cerrar la puerta tras de sí y subir solos en el ascensor, sin tener que cruzarla, intercambiar miradas o frases con ella, total, era una "vecina muy metida", como decía siempre su abuela. Y la gente metida nunca es bienvenida. Así que esa manía de correr (y angustiarse) le viene desde pequeño.

Pero nos estamos alejando mucho de la historia real, de la que ya no pertenece a los recuerdos, de la del CEPILLADO, de la de Tarsilio y todo lo demás. Una vez que nuestro angustiado perenne ya no vivía con su abuela, ni mucho menos con sus padres (porque estaba bastante crecidito), pero tampoco andaba por el mundo del todo solo (aunque de esos pormenores no nos ocuparemos ahora), y se quedaba alelado frente a los movimientos ágiles de los peces y de los prácticamente inexistentes movimientos de los caracoles, en más de una oportunidad, se acercó (con los aspavientos propios de un adolescente, aunque conteniéndose  un poco porque ya no tenía la corta edad que pudiera justificar tal comportamiento) a reclamarle, muy educadamente, bastante apenado de hecho, al director del CEPILLADO que tenía que contratar a alguien para que limpiara la pecera. Que era muy injusto sacar a los animales de su hábitat para venirlos a encerrar en un espacio que además de pequeño, estaba sucio. El director lo evadía, miraba para otro lado, le decía que estaba demasiado ocupado para atenderlo. Hasta que un día, sin más, sin previo aviso, sin esperárselo, Tarsilio vio que la pecera estaba más limpia. Y le sonrió al director. No sabemos si el director lo vio sonreírle, pero sabemos que él sí lo hizo. Luego, entró al taller.

¿Para qué detenernos en la descripción del profesor, ya viejo, si basta con decir que era un personaje que sin duda sabía, y mucho, pero que no sabía expresar todo lo que sabía porque además de hablar en un tono muy bajo, lo hacía sin pasión? Tarsilio sentía un poquito de simpatía por el anciano pintor, pero respeto no mucho, por eso del tono de voz y la poca pasión. Pero igualmente seguía asistiendo porque estaba seguro de que aún le faltaba mucho por aprender. Pintar no se trataba de algo innato, no señor, debía, según él, adquirir técnicas..., que si utilizar la iluminación a su favor, que si cómo mover el pincel sobre el lienzo, que si los planos, que si el estilo, que si la simetría, que si la profundidad, que si las nuevas técnicas con cepillo (haciendo gala y mención al nombre de la institución), que si la regla de la sección dorada, que si el relieve, que si la mezcla de colores y la gama cromática, que si por algo lo llaman arte... en fin, era mucha y muy importante información y no debía perderse ni un solo detalle. Así es que Tarsilio soportaba dos veces por semana el tono grave y monótono del profesor, lo seguía atento, anotaba en una pequeña libreta cuanto podía, y cuando no tenía la oportunidad de anotar, porque tomaba en una mano el pincel o el cepillo y en la otra la paleta de colores, iba guardando en su memoria y organizando cada una de las palabras pintadas pronunciadas por el aburrido maestro. Tarsilio, sin embargo, estaba lejos de ser el mejor del taller. Era, digamos, mediocre. Pero tenía toda la intención de superarse, o al menos eso repetía siempre. A quienes podía iba preguntándoles qué tal me quedó este lienzo, qué tal aquel otro, que estuve toda la noche trabajando sobre él, que te lo regalo, que si te gusta, te lo llevo y lo colgamos en tu sala. Mucha gente lo ignoraba, sonreían y lo ignoraban ("tampoco como para colgarlo en mi sala", pensaban). Otros, sobre todo sus amigos, sus verdaderos amigos, lo elogiaban para alentarlo y para que se le quitara un poco la angustia. Y él lo sabía. Le enorgullecía tener amigos que lo alentaran, aun sabiendo que su trabajo no era el mejor. "Todavía me falta tanta técnica", se lamentaba diariamente, aunque esperanzado. Y continuaba yendo, perseverante.

En CEPILLADO, Tarsilio tenía un compañero de taller cuya descripción detallaremos fielmente para lograr que el lector capte el enorme desagrado que nuestro angustiado sentía hacia él. Este personaje, el casi autoproclamado rey de la pintura contemporánea, aparte de gordo, feo (o no tanto, pero que con la actitud parecía el hombre casi más feo del mundo entero) y de uñas extrañamente largas ("¿no le molestarán para pintar?", se cuestionaba con frecuencia Tarsilio), se creía, en efecto, que le habían otorgado un puesto inamovible en el reinado del color, cuyo tono del trono estaba aún por definir. Tenía un tono de voz que opacaba al de cualquiera que estuviera a su alrededor, y no tanto. Un tono de voz tan peculiar, tan penetrante, tan fuerte y elevado, que retumbaban las paredes, el techo (con todo y ventilador), las ventanas, los caballetes, los pinceles, los lienzos... y la grave, aburrida y sosa voz del profesor se veía aún más aplastada, arrasada, apartada, minimizada. Lo cual molestaba no sólo a Tarsilio (o al menos eso pensaba él), sino al resto de los asistentes. Este hombre muy blanco, cabello también muy blanco, nariz muy perfilada, de lentes, que usaba siempre sandalias con jeans (hiciera frío, hiciera calor, lloviera, hubiese tormenta eléctrica y/o un enorme etcétera), barba muy bien cortada, enmarcando su cara regordeta..., siempre, léase bien, siempre tenía algo que acotar. Algo que criticar, algo que hacer sobresalir, algo que hacer notar.


El rey del color, porque Tarsilio olvidó siempre su nombre o más bien nunca se interesó en aprenderlo, apodándolo para siempre El rey del color, corregía y juzgaba el trabajo de todos y daba, de forma muy tajante, opiniones que nadie le pedía. Incluso corregía al viejo maestro que sí era un verdadero rey del color en la pintura contemporánea, aunque no supiera muy bien cómo transmitir el legado, como coronar a sus alumnos. Cada vez que el anciano maestro y El rey del color tenían alguna discusión, Tarsilio hacía como que se le caía el pincel para  poder asomarse fuera del caballete y observar los ojos centelleantes del viejo al hacer valer su opinión frente a la de El rey del color quien, por su parte, no hacía más que interrumpir, elevar un poquito más su tono de voz y resoplar molesto por la nariz, como haría un caballo antes de prepararse para salir corriendo (como le provocaba hacer a Tarsilio cada vez que se desataba alguno de estos debates en el salón), alegando dicho rey que por supuesto él poseía, con certeza, la razón. Clase tras clase Tarsilio se cuestionaba acerca de la presencia del gordo rey: "¿para qué viene, si ya sabe todo y más?", "¿por qué viene a perder el tiempo, a hacernos perder el tiempo y a corregirnos, en lugar de dictar su propio taller?", "¡veremos qué dice ahora el insoportable!", "¡qué tono de voz, qué atropelladas sus críticas, sus frases insensatas", "¡qué descaro, cómo logra interrumpir constantemente la clase haciendo sonar y jugando con los pinceles contra el lienzo!"... Por más que Tarsilio intentó ignorarlo, hacer caso omiso de su presencia, nunca mirarlo a la cara, para evitar mostrar algún interés en sus opiniones y razonamientos (que  en ocasiones bien fundamentados parecían, a pesar de toda la petulancia), evadirlo a la entrada o a la salida del taller, El rey del color siempre le seguía pareciendo insoportable y que opacaba cada una de sus clases post - mirada de pecera y post - cerciorarse de que "esta vez sí la limpiaron".

Una noche, cuando el maestro pidió a una de las alumnas que mostrara su pintura y que fuese detallando por qué había empleado tal o cual técnica, o por qué se había inclinado hacia tal estilo de representación, ella, antes de comenzar, le advirtió al rey: "Por favor, si vas a criticar, intenta que esa crítica no sea tan despiadada", y prosiguió. Tarsilio, quien en ocasiones era muy sensible y empático con sus compañeros de taller (aunque éstos ni lo imaginasen, porque Tarsilio no saludaba ni se despedía, siquiera, de ninguno de ellos), bajó la mirada, previamente avergonzado por la potencial crítica del inicuo rey. La alumna agregó que le daba algo de vergüenza exponer ella misma su obra, tras lo cual el maestro la alentó diciéndole que allí no había curadores que la analizaran, así que ella debía defenderse sola. Ella dijo que no sabía expresarse muy bien verbalmente, que por eso precisamente pintaba, pero el maestro volvió a alentarla. La alumna, por su parte, se defendió bastante bien en su exposición, alegando que iluminó así, empleó pinceladas sueltas y ligeras allá, mezcló colores acá y buscó equilibrio en la composición de tal manera, cual Velázquez, empleando la armonía de tonos de tal o cual forma; logrando captar la atención no sólo del maestro, sino de todos los asistentes, incluso la de El rey del color. Como esta vez el curioso e insufrible personaje no tenía mucho qué corregir, sólo se limitó a añadir: "Ahh, es que eres una de las típicas que dice que no sabe hacer tal o cual cosa, pero que después demuestra que la sabe hacer muy bien, en función de que los demás resaltemos, precisamente, lo bien que lo hizo". Silencio sepulcral, tras el desubicado comentario, después de todo, los seres humanos  más inteligentes tienden a ignorar al prepotente que siempre cree tener la razón. Así decía la abuela de Tarsilio. Y él, siempre recordaba sus sabias palabras.

Otra noche, al término del taller, Tarsilio tomó una determinación: se propuso perseguir al rey, al de las sandalias, al de la chiva blanca, al de las uñas desagradablemente largas, aunque no sucias. Perseguirlo no para acosarlo, ni para golpearlo, sino para intentar entenderlo. Así pensaba Tarsilio. Quería saber cómo vivía, con quiénes convivía, si tenía animales o plantas, si era a su vez profesor de arte, le intrigaba sobremanera el origen, desarrollo y posible muerte del hombre en cuestión. No pensaba matarlo, aunque ganas no le faltaran, además si hubiese querido hacerlo, no sabría cómo. Con esas angustias que lo atacaban, ¿cómo iba a poder manipular un cadáver hasta hacerlo desaparecer, si siempre parecía sospechoso con esas carreras que se mandaba?, ¿cómo sería entonces si de verdad llegara a convertirse en un culpable? Así que asesinar estaba descartado, al igual que suicidarse ("tampoco para tanto", decía, aunque ya comenzaba a volverse una obsesión convivir con la presencia de ese hombre en el salón, en su salón). Pero Tarsilio sólo quería entender. El rey del color, esa noche, salió un tanto apurado, daba algo de risa verlo caminar, bamboleante, de un lado a otro, cuando imprimía velocidad a sus pasos. Tarsilio iba detrás, a una distancia no tan prudencial, total, podían tomar el mismo rumbo, ¿no? El regordete se detuvo en seco y Tarsilio ahogó, cuanto pudo, un sorpresivo suspiro. El rey sacó del bolsillo derecho de su pantalón el celular y lo atendió: "Sí, diga, diga, no se escucha, intente de nuevo". Al segundo intento: "Sí, ah hola, salgo para allá, en media hora estoy, ¡muchas gracias!". Tarsilio, mientras tanto, un poco asombrado por la amabilidad con la que el otro había atendido la llamada, se quedó viendo una vidriera llena de muñecos de porcelana que asustarían a cualquiera que no fuese él, quien se había acostumbrado a una imagen que estuvo siempre colgada de la pared del cuarto de su abuela, protagonizada por unos muñecos muy similares, pero con caras algo diabólicas. Así que estos le parecieron incluso simpáticos. Luego, reanudó su marcha, tras el rey coloreador. Éste apuró todavía más su paso, casi trotando, se detenía cada dos o tres esquinas a tomar un poco de aire, ya que la barriga le apretaba hasta los pulmones (así pensaba Tarsilio, y reía para sus adentros).

Luego, el rey detuvo un taxi y se subió. Cual película, Tarsilio tomó un taxi, a su vez, y le indicó (cosa que siempre quiso hacer) al conductor que acelerara y siguiera al otro taxi, sin dar muchas explicaciones, sólo acotando que había olvidado entregarle a su padre unos pinceles que dejó olvidados en el instituto. El taxista, a quien mucho la explicación no le importaba, hizo caso omiso de la misma, y emprendió su rumbo, total, él siempre quiso seguir otro auto, como ocurría precisamente en los films. Al llegar a su destino, el rey coloreador bajó del taxi aún más apurado y Tarsilio, a su vez, lo siguió.



¡Cuál no fue la sorpresa de nuestro angustiado perseguidor! El rey de la arrogancia colorífera, bastante apurado, casi corriendo, entró en una galería de arte, cuyo pasillo hacia la izquierda, lo dirigía a una habitación separada, repleta de espejos de todo tipo (ovalados, cuadrados, rectangulares, grandes, minúsculos), en la cual saludó, efusivamente, a un vendedor, estrechando su mano con afecto. Éste se encontraba claramente agradado de ver al rey, quien por su parte se había detenido frente a uno de esos espejos, después del saludo, había dejado caer sutilmente al lado de su pierna izquierda el maletín con los elementos de pintura empleados, se había acomodado la barba, le había sonreído a su graciosa y robusta imagen, había hecho una pregunta inaudible para nuestro perseguidor al vendedor, el cual, al responderle, acotó: "Para ti 300, 20% de rebaja, una ganga, por ser siempre mi gran crítico de arte al que nunca escucho y al que probablemente nunca escucharé, mi potencial curador, mi amigo de la infancia, Tarsilio".          

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