domingo, 1 de abril de 2012

La enfermera

El ex convicto es invitado a una reunión, no llega entre los primeros, se hace un poco de rogar. Se aparece, de hecho, un poco más tarde. Es la primera reunión a la que asiste, después de cumplir su condena. Ha sido dejado en libertad aproximadamente un mes antes de ese evento. El ex convicto es muy delgado, estatura promedio para un suramericano, atractivo, buen cabello, buena sonrisa, mirada penetrante. El ex convicto sonríe, tímido, al presentarse a los desconocidos en la reunión. Los presentes ignoran que estuvo en la cárcel 364 días. Le sonríen, a su vez, tras un saludo fugaz con la mano. La mujer del ex convicto (quien sí sabe su secreto), había llegado antes que él para ayudar a su mejor amiga con los preparativos y lo esperaba ansiosa. Al verlo, lo saluda, animada. El ex convicto se sitúa en un punto del apartamento, que le permite tener una visión global de todos los presentes, de todo lo presente. El ex convicto disimula su nerviosismo, conversa con todos, se expresa muy bien. Una brasileña invitada, quien llegó prácticamente a freír los tequeños, saca una pequeña bolsa de su cartera. La bolsa contiene marihuana. Propone a los presentes divertirse un poco, casi todos se unen, ansiosos. El ex convicto sabe muy bien armar el porro. Lo prepara con sutileza, casi con ternura, se toma su tiempo, abre el papel, coloca la hierba triturada, la distribuye con calma, comienza a darle forma al porro, haciéndolo girar despacio y apretándolo en uno de los extremos: "ya está listo, vamos a volar". Así ha concluido. Algunos de los presentes, unos menos tímidos que otros, se acercan veloces, saben que se agota muy rápido. La mujer del ex convicto lo observa con atención, con admiración. Ella no prueba. Sabe que de ese arte puede disfrutar en otro momento, ahora es tiempo de los otros, no de ella. El ex convicto se siente admirado, se hincha un poco de orgullo al saber que todos lo rodean, todos lo esperan. Él, por su parte, se mantiene silencioso, es un momento de disfrute, no de griterío. Otra de las personas presentes toma el iPod entre sus manos y empieza a buscar canciones propicias para el momento. Todas resultan propicias. Al fin y al cabo ya cada quien está escuchando sus propias melodías. Muchos empiezan a reírse más de lo acostumbrado, a alguno hasta se le ocurre hacerse ahora el gracioso. Otros dormitan en el sillón. El ex convicto sólo le ha dado dos jalones, lo disfruta, callado. Recuerda que ha traído su propio alimento. No confía mucho en la comida que sirven en las fiestas o en las reuniones, e incluso ni siquiera en las casas de familia. Esa costumbre le viene de la cárcel, del rechazo que sentía por la comida allí servida. Entonces, generalmente, prepara él su comida o la compra en establecimientos de fast food, porque sabe que la cocina está en continuo movimiento. Tiene sus manías, como todos. Como ha recordado que la ha traído, empieza a buscar un lugar en la sala en el que pueda sentarse en paz y saciar su hambre, ahora más intensa, debido a las pitadas. Su mujer se acerca, le pregunta si necesita algo, un plato tal vez, él niega con la cabeza, dice que se irá pronto, que no quiere comer allí, delante de los otros. Ella, un tanto cabizbaja, le pide que se quede un rato más. Él niega con la cabeza, terco, obstinado. Sin embargo, la quiere. Y como la quiere tanto es capaz de aguantar el hambre, esperarse un poco más, compartir en el sillón uno o dos temas con los otros y luego irse. Irse en serio. No flaquear ante la mirada suplicante de ella. Ella lo comprende, siempre sumisa lo comprende. No exige más. Pero en sus adentros desearía que él no se apartara más. Nunca más. El ex convicto lo sabe, no únicamente porque ella se lo ha confesado en las largas noches de amor post - cárcel, sino porque él la conoce tanto que lee sus gestos, su mirada esquiva, los movimientos de sus brazos caídos, cansados, abatidos. Ella está ahora abatida. "No es nada personal, sólo quiero irme". Ella entiende. Siempre lo ha entendido. Lo besa con cariño, casi como lo besaría su madre. Le acomoda un poco el largo cabello hacia atrás y lo deja ir. Él lee (o cree leer) algo distinto en la mirada resignada de ella. No lo ignora, se va con ese pensamiento dando vueltas en su cabeza. Ella está evidentemente decepcionada. Esta noche era de ellos dos, de sus amigos, de todos. Él lo ha arruinado. El que trajo el ron se le acerca a ella, después de la partida del ex convicto, y le ofrece un trago. La mujer lo acepta. Acepta uno, dos, tres, cuatro rones. Ya no está muy segura qué ha pasado. Sólo sabe que él no está. Pero ya no le importa tanto como cuando estaba sobria, ahora logra escuchar la música, se relaja. Le pide a uno de sus compañeros que le alcance un libro de la biblioteca cercana al balcón (Gonzalo Torrente Ballester - Filomeno, a mi pesar. Memorias de un señorito descolocado), le ha llamado la atención el título. La reunión continúa.  

El ex convicto está de vuelta en casa. En su casa. En su mesa. Ahora, cena. Retira los restos, va a su habitación. Vuelve a armarse un porro. Esta vez no tendrá que compartirlo, eso lo reconforta. Corre a la cocina a los diez minutos de haber dado la última aspiración, se come una tableta entera de chocolate de taza. Regresa al cuarto, se duerme en seguida. Ella, su esposa, ha ido a bailar con los otros. Todos, un poco borrachos, están disfrutando bastante la noche. Muchos hombres la miran, la desean, es de una belleza natural envidiable, su único defecto, apreciable a simple vista, es que tiene un hombro un poco caído, producto de una rotura de clavícula un tiempo atrás. Le llueven propuestas, a todas se niega. Ama mucho al ex convicto.

Al siguiente día, el ex convicto la enfrenta, le pregunta por qué ha ido a bailar, qué esconde (recriminándole la mirada suplicante de ella la noche anterior, "una mirada que escondía algo, de seguro"), por qué no lo ha acompañado a casa. Ella, nuevamente sumisa, ofrece disculpas. A él realmente no parece importarle. Nunca parece importarle nada que no venga de su propio ser. Los pensamientos, acciones y opiniones si no los creó él, si no los ingenió él, carecen de relevancia. Los sentimientos de ella poco importan, únicamente cuando está verdaderamente molesta, le presta atención. Pero esto último casi nunca ocurre... Cuando van a dormir, ella casi no se mueve, su respiración es lo único que se siente, cualquier movimiento brusco, y no tanto, lo sacan a él de forma repentina del sueño, lo cual lo molesta sobremanera porque le cuesta bastante quedarse dormido nuevamente. Ella lo sabe, por eso lo respeta. Nada de dormir abrazados, nada de incomodarlo, nada de acercarse mucho, "que me da calor, me siento asfixiado". Ella yace siempre en el lado derecho de la cama, cerca de la ventana, así por lo menos puede ver a las parejas pasar, abrazados o tomados de la mano, mientras él duerme (o hace el intento de). Se desvela por días y noches enteras, hay semanas peores que otras. Por eso ella cede tanto, lo comprende tanto. Ella no es una mujer tonta (contrario a lo que pudiera pensarse, por ser tan sumisa). Sabe bien lo que quiere, por eso es capaz de soportar muchas cosas. La paciencia es una cualidad que ha aprendido a desarrollar a lo largo de su vida, sobre todo este último año, durante la ausencia de él. Está, además, perdidamente enamorada. Sabe que el crimen que su esposo cometió era necesario y, de alguna manera u otra, justo. Sabe, además, que no había otra manera de resolverlo. Él en las mañanas siempre quiere su dosis de amor. Ella no tanto, pero nuevamente cede. Lo que sí le gusta es que la abrace fuerte, él la complace, por treinta segundos pero la complace. Luego, comienza cada uno su día.

En su lugar de trabajo (el hospital) le han preguntado a ella muchas veces por qué estuvo él tanto tiempo ausente. Ella siempre sabe cómo relatar la mentira. No se le escapa ningún detalle. "Mi esposo trabaja para una organización no gubernamental, donde ayudan a los inmigrantes a conseguir empleo y a no dejarse explotar por los grandes empresarios. Protege a sus familias, los intereses de los obreros y, además, se encarga de velar porque las condiciones ofrecidas se cumplan a cabalidad. Tuvo que ir a hacer un curso a Panamá, donde todo lo referente a leyes y derechos de los trabajadores está verdaderamente bien estudiado. No cualquiera es admitido en el curso, que tiene un programa muy intensivo y demandante. A los postulantes los hacen presentar una prueba psicotécnica que incluye además uno que otro examen que no es revelado a aquellos que no estén dispuestos a llevar a cabo el curso con la entrega correspondiente. No cualquiera es admitido, seleccionado. Sólo aquél con mucha convicción, con real vocación. De hecho, la entrega al proyecto es tal que exigen que el postulante y potencial integrante del proyecto no se comunique con su familia (y amigos muy cercanos) sino una vez por semana vía correo normal (nada de Internet) para no desviarse de su tarea social, para evitar distracciones y flaquezas. Mi esposo, después de duras pruebas y de haber redactado una difícil carta de petición (tal cual un becario común) fue seleccionado en este maravilloso programa social, que es siempre un tanto misterioso, ya que hay muchas cuestiones de poder involucradas. Las grandes instituciones tiemblan frente a este tipo de proyectos, así que es mejor que pasen desapercibidos. De ahí que mi esposo durara un año ausente. Todo esto puedo contarlo ahora, porque ha sido exitoso. Ahora será mucho más difícil que los explotadores de antaño sigan aprovechándose tan ingeniosamente de la mano de obra inmigrante". Allí termina su relato, allí su mentira. Todos sus compañeros de trabajo, lo admiran, la admiran a ella, por tener un esposo así. "¡Qué vocación!" exclaman algunos, "¡cuánto desinterés por lo material!" proclaman otros, "¡demasiado sacrificio, yo no sería capaz de una cosa así, de entregar todo un año de mi vida para satisfacer a un grupo de desfavorecidos, cuán admirable es!", dice otro (su jefe). Ella, por su parte, no hace nada más que sonreír tímidamente, agradecida por los cumplidos. Para imprimirle dramatismo y entusiasmo al cuento, en ocasiones muestra una mirada nostálgica de aquellos días de soledad, muestra unos ojos vidriosos a punto de soltar par de lagrimones y baja la mirada, planteando que mejor cambien el tema, que incluso le da vergüenza no haber aplicado junto con él a ese programa, se siente un poco indigna al estar a su lado, no siente que lo merece. Los demás, la apoyan caritativos, compasivos.

El ex convicto, por su lado, trabaja en un hostel, atiende en la recepción, le va bien ahí. Logra caerle bien a casi todo el mundo y tiene la ventaja de dominar dos idiomas a la perfección, aparte de su lengua materna. Esos dos idiomas los estudió en su casi año de prisión. Cabe acotar, que es muy rápido mentalmente. Tiene facilidad de palabra, es afable, hasta parece bonachón. Está traumatizado por ese período de claustro, entonces tiene otros problemas aparte del sueño, la comida y la marihuana: No confía en absolutamente nadie. Esto último es una ventaja para el dueño del hostel, quien confía a su vez a plenitud en el ex convicto, porque sabe que sería incapaz de dejarse timar por "alguno de esos adolescentes extranjeros, medio locos, que vienen a quedarse aquí y lo único que hacen es desorden". Claro está que el dueño del hostel no tiene idea del pasado del recepcionista.


Una noche en que ella regresa a casa, vuelve a sucederse una escena similar (pero con un ligero matiz) a la que originó el encarcelamiento de su esposo. Pasa por una licorería, se compra una botella de ron, unos chicklets de yerbabuena (sus favoritos) y, en un abasto cercano, una bolsa de limones. Va a su casa, prepara sus acostumbrados tragos y bebe (como siempre) de más. El ex convicto llega a su vez, la ve en ese estado y se retira muy molesto a la habitación. No le gusta cuando ella toma, pero no puede decirle nada, porque él también tiene sus vicios (eso ella siempre lo recalca). Ella, ebria, pero no demasiado, se acerca a la habitación invitando a su esposo a que la acompañe en su bebida, él se niega rotundamente y allí comienza la pelea: Que si tú nunca quieres hacer ninguna de mis actividades, que si no me acompañas, que si te ves ridícula con ese vaso en la mano, que si no entiendes que vengo muy cansado, que si la música está muy alta, que si qué te crees tú, ¿mi papá?, que si hueles a hombre, bien sé dónde estabas metida, en una de esas fiestecitas con tus amigotes del trabajo, que si tú no piensas en que también necesito un descanso, que si tú crees que soy estúpida, sé exactamente quiénes albergan en los hostels... y un sinfín de reproches más. Como las cosas se van usualmente de control, él ya sabe cómo reaccionar, la saca sutil y disimuladamente del cuarto, se encierra con llave y la deja durmiendo en la sala. Al día siguiente, el tornado habrá pasado, como siempre, como casi todos los viernes, como casi todos los sábados, e incluso uno que otro domingo. Pero esta vez olvida (como hace un año y pico) cerrar con seguro la puerta de la habitación.

Ella, quien ya se ha servido el sexto o séptimo trago, regresa golpeando la puerta de la habitación y, al no recibir respuesta, suelta la botella que tiene en la mano derecha e intenta, con fuerza, abrir la manija. Lo logra. Con el vaso en la mano izquierda, sin cuidar que lo que queda en él no se le derrame, recoge la botella, se acerca al ex convicto, sigilosamente, y lo ataca por la espalda. Él, que se encuentra bastante relajado e inmerso en una nube de humo, no se percata de la presencia de ella y, repentinamente, siente un dolor punzante en la cabeza, producto de un botellazo propinado a sus espaldas. Como hace un año y pico él, algo atontado y muy adolorido, se voltea, intenta dominarla, pero ella, fuera de sí, no se lo permite. Comienza una lucha en la que el ex convicto evita golpearla a toda costa, pero se torna prácticamente imposible porque, inexplicablemente, su esposa posee una fuerza extraordinaria que deja traslucir cada vez que presenta alguno de estos episodios y, además, lo sigue amenazando con la botella (ahora rota) que utilizó segundos antes. Él se angustia, se desespera, al rememorar exactamente casi la misma escena... aturdido y ahora más adolorido, la toma fuertemente de los brazos y la empuja contra la pared más cercana, provocándole un aparente desmayo. "Esta vez ha sido peor que las anteriores", piensa tristemente. Ordena el desastre, limpia su herida, le retumba fuertemente la cabeza. No se le quiere acercar mucho, desea que yazca un tiempo más antes de hacerla reaccionar, a él dentro de todo le gusta el silencio, es algo que ella nunca le permite disfrutar. Suspira hondamente, casi resignado, se dirige hacia la sala, apaga la música estruendosa, lava los vasos, bota la basura, regresa a la habitación y barre los vidrios. No se cerciora del rastro de sangre en la pared, ni del charco que empieza a formarse alrededor de ella.

          

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