martes, 27 de marzo de 2012

La era de las cobijas dobles

Domitila, Eumitiano y Herófilo no conocen los reflejos del sol. Tampoco conocen las arañas, ni las abejas, ni las flores. Convivieron en un mundo ajeno al nuestro por una cantidad de años humanamente imposible de creer, y ahora, sin saber muy bien cómo llegaron a la ladera de una montaña (después de alejarse, inquietos, y rápidamente, de unas máquinas deformes y rimbombantes que los aturdieron bastante), se encuentran en  ese lugar que no pertenece al mundo que están acostumbrados a explorar. Domitila y Eumitiano son hermanos. Herófilo, el mejor amigo de ambos. Curiosamente, todos tienen la misma edad, unos ciento ochenta años de existencia. Esa cantidad de años equivale a apenas unos dieciséis de los nuestros

Los tres suelen pasearse por su mundo con frecuencia, aún cuando tienen siempre múltiples misiones que cumplir. A pesar de no tener sol, arañas, abejas o flores, disfrutan cualquier paseo que implique una caminata de más de quince dinajes (equivalentes, aproximadamente, a veinte kilómetros); sin embargo, Herófilo (menos acostumbrado que los otros dos a estos largos paseos) se cansa y se queja mucho, emitiendo alaridos inaudibles para los seres humanos, pero insoportables para ellos. Los hermanos lo ignoran, divertidos, pues a veces logran divertirse también con lo insoportable. Sus reglas de vida son pocas, pero justas (como lo definiríamos nosotros), no interfieren en los asuntos de nadie, a menos que alguien con problemas severos se los ruegue, pero eso casi nunca ocurre. Se alimentan únicamente de calabazas. El agua es inexistente en su mundo, pero tal cual los koalas, absorben los nutrientes necesarios para su subsistencia de árboles parecidos a los eucaliptos, pero no son tales. En su mundo, no hay cambios de temperatura demasiado extremos, por lo tanto, no conocen el concepto de frío o de calor. 

Ellos poseen infinidad de libros, muy antiguos, robados de nuestro planeta por unos personajes parecidos a Domitila, Eumitiano y Herófilo, hace más de mil cien años (fines del período Clásico). Todo lo que saben de nosotros, está escrito en esos libros. Es decir, desde ese tiempo, no conocen más nada de La Tierra, no saben de la historia ni de las guerras posteriores, ni de todos los avances tecnológicos representativos de nuestra actualidad. Ahora que se encuentran aquí, todo resulta más complicado de lo que una vez aprendieron, por razones obvias. Además, en principio, no están del todo seguros de saber si se encuentran en La Tierra, porque ahora todo está muy ruidoso y contaminado. Lo único que les permite inclinarse a esta idea, es la existencia de eso que no conocen en lo absoluto, pero que estaba muy bien descrito en sus libros, en los que se señalan, precisamente, las peculiares características del astro rey. Manejan veinticuatro idiomas humanos a la perfección y apenas dos dialectos extraterrestres, porque no tienen la edad necesaria para saber los cuatro de su planeta. 

Esta vez no tienen misión, sólo están perdidos. Descubren, a su paso, sonidos nuevos y colores nunca antes vislumbrados. El canto de un animal alado, luego de dar de comer a sus crías; el aleteo rápido y grácil de un colibrí; el penetrante zumbido de un insecto, de dos, de tres; el viento contra las hojas marchitas, verdes, amarillas; grillos contentos por la lluvia del día anterior y chicharras chillando por más agua, más rocío; arroyuelos, desenfrenados unos, ligeros otros; maracas distantes; en fin, toda clase de sonidos nunca antes percibidos los acompañan ahora en su ¿travesía?, ¿aventura?, ¿desventura?, ¿quién sabe...? Sólo esos tres seres etéreos, abstractos, surreales, distintos a todo lo que en La Tierra se ha visto hasta hoy, deambulan ahora por senderos frondosos, bordeando abismos, respirando olor a tierra seca, tierra mojada, pisando hojas (frescas, tostadas por el sol, caídas a destiempo otoñal), oliendo flores (sobreviniéndoles el estornudo, nada propio de su lugar, y produciéndoles ataques subsiguientes de risa), escalando cansados, sin rumbo, pero sin desespero, maravillados, contrario a lo que pudiera pensarse... 

No podré detenerme mucho en los pormenores de su planeta, al menos no por ahora, porque no he logrado que me lo contaran todo, la comunicación con ellos no ha sido del todo sencilla, no por barreras del lenguaje, sino por lo reservados que suelen ser (yo pensaría más bien en una clara desconfianza, aunque ellos insisten que no, que todo a su tiempo). Lo que sí deseo confesar, con los más mínimos detalles, es cómo los conocí, ya que fue una experiencia impresionante. Estaba abrazando una roca por la que caía agua tan fresca que casi congelaba mis pequeños dedos, los rayos de la luz solar traspasaban algunos de los frondosos árboles y se formaban pequeños arcoiris a mi alrededor. No exagero, el lugar es hermoso. No hay muchos adjetivos que me ayuden a describirlo mejor. Sin embargo, con la distracción que producían en mí los múltiples colores, resbalé de la piedra en la que estaba empinada, y caí en un río nada profundo pero bien rocoso, por lo que tuve la precaución de levantar un poco la cabeza, no fuese a golpearme y quedar inconsciente. Y así fue: logré evitarlo. En ese momento, acudieron en mi ayuda tres extraños seres que me tendieron una mano translúcida, dedos muy finos y largos, que parecía que pudiera pasar a través de ellos, en lugar de asirlos. Pero no, apenas intenté tocarlos, para lograr levantarme del río, se volvieron corpóreos y me sujetaron firmemente. Una vez que lograron levantarme y llevarme a un terreno menos violento, los pude ver mejor. A simple vista parecían fastasmas (tal cual nos han sido descritos por los medios de comunicación: incorpóreos, de un blanco enceguecedor, casi transparentes), pero con un tenue contorno, sus cuerpos parecidos a los nuestros, pero no tan definidos, las extremidades más largas, sus pies tocando el suelo pero en apariencia flotando, grandes bocas casi siempre sonrientes, sin ojos pero con órbitas evidentes y de colores cambiantes según las tocaran los rayos de sol. En ese momento pensé que quizá estaban hechos de lo mismo (agua y luz) que los arcoiris que se formaban a mi alrededor minutos antes...


Nunca sentí miedo, pero sí estaba muy asombrada y agradecida de que me hubiesen ayudado con tanto desinterés, con tanta ternura. Allí comenzó nuestra charla, hay cosas que no recuerdo muy bien de su narración (estaba atontada con sólo la visión de esos seres extraordinarios); el cómo llegaron a esa montaña será siempre un misterio, ellos dijeron que tenía algo que ver con cuestiones físicas de espacio - tiempo (pensé de inmediato en la teletransportación, pero cuando intenté explicarles, me detuvieron en seco, pero nunca de una manera descortés, alegando que ellos no creían que pudiera suceder tal cosa y que yo estaba elucubrando, así que decidí guardar silencio), que más bien tenía que ver con una combinación diferente de la materia, con la dualidad onda partícula y la mecánica cuántica. Traté, por lo tanto, de hablarles, de contarles acerca de lo que habíamos descubierto los humanos, de Einstein, de Heisenberg, de Penrose, de Schrodinger, de Stern, entre otros genios, y sentí que me ignoraron, restaron importancia a mis palabras (sin embargo, en más de una ocasión vi que ella, Domitila, emitía una especie de señal en la órbita de sus ojos, parecidas al gráfico del electrocardiograma, cada vez que yo mencionaba alguno de esos apellidos). Cambiaron el tema ágilmente, estudiándome de cerca (investigándome, oliéndome, percibiéndome). Inclusive, en un momento llegué a sentir que Herófilo pudo entender mi asombro, así como mis agolpados pensamientos, y posó su magnífica mano sobre mi hombro izquierdo, como consuelo. Luego, conversamos de temas triviales, me hacían demasiadas preguntas y cada vez que los imitaba, porque tenía mi propio cuestionario mental, alguno me interrumpía con otra pregunta todavía más trivial, más insípida.

Luego, miré el reloj y habían pasado más de siete horas..., no sentí nunca hambre, ni sed, estando a su lado, pero "ya debería estar oscuro", pensé, pero no, seguía todo igualmente iluminado como hacía un par de horas atrás. Cuando me cercioré que la claridad no venía del cielo, sino de ellos, consideré que era mejor retirarme, aunque quería llevarlos conmigo. Se negaron de manera rotunda, pero me pidieron más libros, encarecidamente. Por supuesto que jamás les negaría tal favor después de tan grata compañía, además me dominaba una curiosidad nunca antes experimentada, y les dije que los vería en el mismo lugar al siguiente día (pero los sorprendería con una computadora, ¿para qué llevarles un libro, si podría entregarles infinita información a través de la red?). Y así lo hice. ¡Cuál no sería mi asombro! Al volver los vi, encantada me acerqué, pero tanto Domitila, como Eumitiano y Herófilo estaban un poco más corpóreos, con los rasgos más definidos, más parecidos a los nuestros. Al acercarme a ellos, Eumitiano vino a mi encuentro para recibir mi sorpresa. Cuando tomó entre sus manos (ahora más blancas y menos translúcidas) la computadora, la rechazó nauseabundo, recorrió por mi cuerpo un escalofrío y Domitila se interpuso entre ambos, para evitar desatar la ira de su idolatrado hermano. Como leyó en mis ojos la vergüenza, me tranquilizó diciendo que éso no lo querían ellos, deseaban cosas escritas de puño y letra de los hombres, que computadoras tenían muchas, que redes también, que querían cosas reales, palpables, con olor, con color, con sabor, con sonido (si era posible). Me disculpé inmediatamente, cabizbaja. Eumitiano me miró agradecido y, a su vez, me ofreció disculpas por su actitud iracunda de minutos atrás. De todas maneras, dijeron: "quédate con nosotros hasta el anochecer, como ayer, háblanos de música, de sensaciones, de sentimientos". "Yo de esas cosas no sé mucho", les contesté. "Soy más bien bastante escéptica, poco artística, poco sensible..."; pero no les importó... Me preguntaron qué es el amor, qué el odio, qué la rabia, qué la humildad, qué la desesperación, qué el miedo, qué la pasión, qué el frío (que ahora empezaban a sentir irremediablemente y para el que requerían algo que los protegiese las noches que se sucederían), qué el calor, qué la verdad, mi verdad, y yo me iba poniendo cada vez más blanca de los nervios, casi tanto como ellos. Sin embargo, a pesar del incansable cuestionario, fue uno de los mejores días de mi vida, reí a carcajadas, los pájaros de nuestro alrededor se escandalizaban y volaban alto, muy alto, tras esa, mi siempre risa chillona. Además, lloré como nunca y me sentí en una fraternidad hasta ahora no experimentada. Les prometí que al tercer día llevaría lo acordado, incluyendo cobijas, además insistí en prepararles algún platillo terrenal distinto a las calabazas que, confieso, ya me tenía un poco angustiada el hecho de que no conocieran otros placeres humanos. Asintieron, a su vez, agradecidos. 

Volví, con muchos libros y algunas mantas. Mis hombros soportaron un peso que antes no pensé serían capaces de soportar. De hecho, andaba más ligera en las calles, las atravesaba rápidamente, casi sin ser percibida por los otros, antes de adentrarme en la fabulosa montaña. Al entrar al ahora nuestro lugar, estaba Domitila practicando alguna danza, desconocida para mí, con Herófilo, mientras Eumitiano dormitaba bajo un arbusto.

Al acercarme, vi cómo tres humanos se acercaban, ojos en órbita, extremidades muchísimo más definidas, que ya no flotaban sobre el suelo, sino que caminaban gustosos, pisando firmemente, e incluso los noté un poco malhumorados por el calor diurno. Aunque ilusionada estaba por el tercer encuentro, sentí algo de decepción al verlos, se parecían demasiado a nosotros, perdían su condición etérea, su no mirada tierna, su luz. Esa decepción no fue suficiente para mí, mi buena disposición y mi buen humor no eran tan frágiles ahora.


Yo, en cambio, al aproximarme a ellos, sí me sentía ondeando, escuchando una música hasta hace unos pocos segundos inaudible, navegando por el piso, si es que eso es posible, y al estar a un diesiseisavo dinaje de ellos, me desprendí sin voluntad de los objetos que traía, me elevé incorpórea, profundamente armónica y feliz, mi boca se expandía, me olvidaba de sabores, sensaciones y olores, me desprendía de recuerdos de mi niñez, de mi adolescencia, de mi adultez, dejando una estela de colores indescriptibles tras de mí, mientras los mundanos (Domitila, Eumitiano y Herófilo), evidentemente resignados y entristecidos al observarme, aclamaban: "Así es como tiene que ser...".




No hay comentarios:

Publicar un comentario