viernes, 16 de marzo de 2012

Una historia predecible

Fosforina, nombre de cariño que le daban sus amigos de la cuadra por donde vivía, era una muchacha bastante inquieta. Había crecido en un medio austero, llena de necesidades y sin acceso a ninguna educación de verdad (que no fuese, pues, más de la que su propia madre podía darle). Desde muy pequeñita la mandó a trabajar en el puesto de venta de empanadas y batidos que preparaba su comadre Polillita (apodo también otorgado por sus amigos del barrio). Pero a Fosforina (como a cualquier niña de su edad) no le gustaba trabajar. Se rehusaba constantemente a colaborar en el negocio, tenía enormes peleas con su madre y con Polillita y, en más de una oportunidad, simplemente no fue a trabajar. En esas escapadas, Fosforina conoció a otro grupo de jóvenes, tan sólo un poco mayores, que la introdujeron en una especie de mundo paralelo, donde el verbo trabajar ni siquiera se sabía pronunciar. Le enseñaron los artificios del hurto y del placer de no hacer nada y Fosforina, como es natural, le agarró el gusto a esta nueva vida de aventuras y pocos esfuerzos. Su madre, quien recibía el 70%, aproximadamente, de lo que Fosforina robaba, se hacía un poco la loca y no recriminaba a su hija en lo absoluto. Todo lo contrario, se quejaba en voz alta con la intención de que Fosforina trajera más y más. La niña, quien ya no era tal, porque estaba a punto de cumplir 16 años, socialmente se fue transformando en un ser cada vez menos apreciado. Robaba por doquier, engañaba, timaba, se burlaba de todos, fuesen niños malcriados o solícitos, ancianos conservadores o rebeldes, viejas gruñonas o comprensivas, adultos simpáticos o malhumorados... nada importaba, Fosforina atacaba a cualquiera. Sólo sentía compasión por los animales, quienes nunca le habían exigido nada y que con apenas una tierna mirada apaciguaban su espíritu desbocado las más de las veces... Fosforina, por otra parte, no había descubierto todavía el amor. No había tenido tiempo para ello. Sus escapadas sólo le servían para llevar dinero a casa, quedarse un poco ella, salir de noche con su grupo de amigotas alocadas y regresar borracha o drogada. 


Una de tantas noches de juerga, en un local muy concurrido que no había visitado con anterioridad,  algo lejano a su lugar de residencia, Fosforina se topó con un joven (apuesto, claro está) uniformado (policía, tal vez, por lo sugerente de su placa, rolo, pistola y uniforme...) de ojos muy grandes y tristones, muy derecho y circunspecto, con aspecto muy limpio, afeitado y perfumado. Él no se percató de la presencia de Fosforina, pero a ella le empezó a ocurrir algo que no le había ocurrido jamás: cada vez que volteaba de reojo al verlo (una vez más y otra y otra...) le empezaba un lloriqueo raro y nerviosa, (aunque ella no habría descrito la sensación como tal) trataba de acomodarse en vano el cabello que le tapaba las orejas para mostrar sus enormes argollas que había robado justo ese mismo día a otra jovencita del mismo barrio que, a su vez, había trabajado durante 53 horas esa semana para comprárselas (pero esa es otra historia que no nos interesa mucho ahora). Lo cierto es que Fosforina no sabía qué ni cómo hacer para aproximarse a Tullius (sobrenombre que utilizaré durante un largo rato antes de revelar su verdadera identidad. Escogí Tullius porque el aspecto de este jovenzuelo me recuerda a uno de los personajes protagonistas de una maravillosa novela de Balzac). 

Tullius le parecía un ser inalcanzable, distinto a todos los que había conocido hasta ahora. Diferente a su padrastro, al dizque novio de Polillita, al vecino idiota que sólo le decía babosadas cada vez que salía de su humilde casa; en fin, Tullius era distinto a cualquiera que se le hubiese atravesado en el camino, que a pesar de lo corto que pudiera parecer para la edad de Fosforina, no era tal, ya que ella había vivido a un ritmo bastante acelerado hasta entonces. Incluso, ese joven no se aproximaba a ninguno de aquellos ingenuos adolescentes que se sentaban en la placita a dos cuadras de su casa, de la que en más de una ocasión tuvo que salir corriendo para no ser atrapada y encarcelada por la previa fechoría cometida, precisamente, a los ingenuos mencionados. Entre tanto nerviosismo y comparación a Fosforina no le quedó de otra que tropezarse, volcar la cerveza a medio tomar en el traje perfectamente planchado de Tullius y sonreírle ligeramente con la cara más colorada que nunca jamás. Fue amor a primera derramada de cerveza. Tullius hubiese querido que no sólo le volcara encima una cerveza, sino miles de ellas, una tras otra, durante toda la vida. Y así comenzó un tierno y disparatado romance. Tullius no podía creer los 16 años de Fosforina y ella, a su vez, no podía tragarse la noticia de tener un novio policía. Se esforzó horrores los primeros días para esconder su profesión, pero ante tanta pregunta incómoda no sabía ya cómo defenderse. Tullius, quien sospechó desde el primer día que la conoció (porque se parecía mucho a la descripción que al menos una veintena de personas había dado en la jefatura, tras las respectivas denuncias) cuál era exactamente esa profesión, se dedicó a ignorarlo por completo, con la esperanza de hacer cambiar a Fosforina para el bien, ya que él era tan moralista, tan ético, tan correcto que sabía (con certeza) que ésa era la clave del éxito. La clave, para él, consistía en dar el buen ejemplo. Cuando la niña (así la llamaba él, que ya era mayor de edad, y sabía que, de por sí, había empezado a cometer un crimen, pero que de esa nimiedad se ocuparía después) lo viera a él ocuparse de los ciudadanos en justa manera, resguardándolos y protegiéndolos de malhechores (como ella), Fosforina recapacitaría, repensaría sus acciones y volvería al rumbo apropiado (que nadie nunca le enseñó) y todos felices como lombrices después de un banquete de partículas orgánicas). Y no estaba del todo equivocado. Fosforina había dado un cambio, ligero, pero cambio al fin. Se había convertido en una muchacha más feliz. Sonreía a menudo, no insultaba con tanta frecuencia y tenía menos tiempo para robar (porque estaba con Tullius, o bien, pensando qué podía regalarle ese día, esa tarde, esa noche, a su caballero uniformado, ya que le encantaban las sorpresas). Sin embargo, las cosas en casa de Fosforina no estaban para ponerse a pensar en "pajaritos preñados" (como decía su mamá, la comadre de su mamá y cualquier otra vieja del barrio), había, como siempre las hubo, muchas necesidades, pero la más grave de todas era el poco respeto que la madre de Fosforina sentía por sí misma y por su hija, a quien exigía continuamente que trajera más pan para comer. Por lo que Fosforina no tuvo más remedio que seguir en las andanzas e irse olvidando un poco de su historia de novela. Tullius, quien además era un hombre muy familiar, empezó a darse cuenta que su relación no iba para ningún lado, porque en ocasiones esperaba largas horas por Fosforina, quien por su parte, estaba amenazando a cuchillo limpio a cualquiera por las calles. Sin embargo, el amor que sentía el uno por la otra era demasiado sincero como para dejarlo morir, así que Tullius se empecinó en ayudarla. Pero no fue suficiente. Ninguna charla, lección, sermón, comparación, ideal, consejo, exhortación, recomendación, advertencia... fue suficiente. "Con palabras no se compra pan", respondía siempre Fosforina y a Tullius se le encogía algo por dentro, que no supo nunca precisar exactamente qué era.  

La noche previa a la celebración del aniversario de bodas de los padres de Tullius, lo llamó el jefe a él y a otros compañeros para que realizaran guardia nocturna en las zonas aledañas a la morada de Fosforina. Tullius, acostumbrado a aquellos parajes, fue sin chistar, aunque algo parecía incomodarle, pero no lograba definirlo del todo bien (al parecer, Tullius vivía con una perenne indecisión e indeterminación acerca de lo que sentía). Había indicios claros de que no sería una noche común. Su madre, un poco atolondrada con los preparativos de su propio aniversario, lo llamó en más de una ocasión esa noche para recordarle todo lo que tenía que comprar, preparar y llevar a su fiesta. Su padre, le dijo que no debía olvidar pasar por la floristería de la esquina de la casa de sus tíos abuelos, para buscar el ramo que le había mando a preparar a la madre. Su abuela le había dicho que tuviera mucha cautela (ella nunca se dirigía a Tullius en esos términos porque seguía tratándolo como niño, entonces decir "cautela" era una palabra para gente grande que la hermosa señora sólo empleaba con sus hijos, pero nunca con sus nietos). Finalmente, los peces que 7 meses atrás le había regalado una enamorada ahora por completo olvidada, estaban más inquietos que nunca y, aunque Tullius ya los había alimentado, volvió a hacerlo, para calmarlos un poco, sin lograr resultados muy satisfactorios, como estaba apurado, los puso a oír un par de melodías clásicas a ver si eso funcionaba, y salió a las voladas de su casa, pues estaba llegando tarde a la guardia. Así pues, esta noche no era del todo común. Estaban los ánimos un tanto agitados.

Mientras tanto, Fosforina había tenido un encuentro con una mujer de unos 30 años en una de las esquinas de la plaza ya mencionada. Durante ese encuentro, la mujer de unos 30 años puso a prueba a Fosforina. Si Fosforina cumplía su cometido, la mujer de unos 30 años le otorgaría a la joven el privilegio de unirse a su clan. Así lo llamaba ella. Los beneficios de pertenecer a ese clan eran, sencillamente, inestimables. No sólo te daban un arma de verdad verdad (ninguna navajita ni cuchillo mal afilado), sino que además te daban una especie de salario cooperativo. Lo que robara el clan iba a un pote y luego dividían (no del todo equitativamente, pero casi) el motín y todo mundo contento, menos los robados, claro está. Fosforina, quien por su parte había empezado a desarrollar otras habilidades en compañía de Tullius, ya no era tan ingenua, era más bien intuitiva y perspicaz, accedió pero con condiciones. Una de las condiciones era que ella decidiría a quién robar. Fosforina sabía que muchas veces había atacado a gente en peores condiciones que ella misma, y no quería volver a hacer eso porque se sentía más miserable. En todo caso, robaría a gente que tuviera más, para no perjudicar tanto. La mujer de unos 30 años se rió estruendosamente (una exagerada para reírse, la verdad) y le dijo que esa estupidez a ella no le importaba, que cumpliera con el cometido propuesto y que su bienvenida en el clan estaba más que garantizada. Fosforina sintió miedo, por primera vez en su vida, sintió miedo. Y es que no se trataba de un encargo sencillo. No era sólo robar esta vez, se trataba de asesinar a su víctima. Fosforina lo pensó una y otra vez, dio mil y un vueltas al asunto, sus pensamientos se estrellaban, se retorcían, se intrincaban. Creyó estar en un laberinto formado nada más que por pedazos de gente ensangrentada, se asqueó, sintió náuseas, volvió a pensar, y pensar y pensar y pensar. Se acordó de Tullius, de todas sus amonestaciones y reparos, de los besos, de las caricias sinceras, de las risas, de los ojos de su justo amado. Pero sobre todo recordó sus manos. Sus manos que habían mil veces empuñado una pistola tal cual ella estaba haciendo ahora y recorrió su cuerpo un escalofrío. Porque esas veces que Tullius tuvo entre sus manos un arma, se debían precisamente a la tarea que él tenía de atrapar gente como ella. Al mismo tiempo, sintió otra cosa que antes no había sentido: Poder. Así que le dijo a la mujer de unos 30 años que ella haría el trabajo. Que la decisión estaba tomada y que, dentro de dos horas, estaría todo resuelto. La mujer de unos treinta años volvió a reírse estruendosamente y añadió que no esperaba menos de Fosforina. Que tenía tesón (bueno, esa no fue la palabra que utilizó, pero no quiero repetir sus términos acá), que así se habla, que todo en esta vida tiene su sacrificio y que ya de por sí le estaba dando la bienvenida, porque sabía que Fosforina no fallaría. 

Tullius y sus compañeros se distrajeron mirando la luna que estaba de un color particular ese día y se pusieron a comentar acerca de la contaminación, que hace apenas unos años se veían las estrellas fácilmente, que ahora sólo una que otra, y sólo las que están más cerca de la luna, que si la luz, que si me dio hambre, que si qué fastidio esta guardia, que si hoy es un día tranquilo y nos aburriremos como ostras. Tullius, por su parte, pensaba en sus encargos familiares, en sus peces saltarines, en los ojos de Fosforina, en su inocencia y su valentía, todo junto.

Fosforina se dirigió al encuentro de dos otras muchachas en su misma situación pre clan y se pusieron de acuerdo para caminar unas tres cuadras más, hacia el sur de la plaza, para elegir a sus víctimas respectivas. Fosforina, que sorda no estaba y que había escuchado tan atentamente a Tullius que muchas palabras se habían quedado como impresas en su mente, les recordó a las otras dos, como quien no quiere la cosa, que escogieran muy bien antes de disparar. No vaya a ser que elijan a algún vecino, hijo de vecino, amigo, nieto de alguien conocido, que si tiene cara de mala gente, bueno ok, pero que si no, no. Las otras dos no entendieron mucho (o no quisieron entender) y se fueron trotandito a su destino. Paralelamente, una gran camioneta con música de fondo a un volumen exagerado, conducida por un joven, acompañado de otros tres, como de la edad de Tullius, se estacionó cerca de un perrocalentero a saciar su hambre post rumba alcohólica. Los tres no conductores se adelantaron hacia el perrocalentero y Fosforina, que ya había decidido a quién disparar, se acercó sigilosamente, por detrás, al joven conductor a quien consideró tenía mirada altiva (esas tampoco fueron sus palabras) y lo apuntó, no sin antes pronunciar la tan conocida frase "quieto, esto es un asalto". El joven, inmóvil, sólo atinó a apretar en botón "enviar" en su celular (que tenía en la mano en ese preciso instante), para enviar un mensaje en el que le escribía a su hermano que también había que contactar a los músicos para la fiesta de mañana y que él ya se había comunicado con una orquestica pero que estaba medio costosa y no le cuadraba el asunto. Al recibir el mensaje de texto, el hermano se preguntó qué haría el otro despierto hasta tan tarde y volvió a sentir cómo las tripas se ensanchaban y encogían en su interior.

Las otras dos compañeras de fechorías habían cumplido con el encargo y se escucharon, a una distancia no tan lejana de Fosforina y su víctima, tres disparos. En ese mismo instante, Tullius y sus colegas corrieron hacia el lugar de los hechos, porque también estaban muy cerca, pero sólo alcanzaron a ver las dos víctimas, heridas, en el suelo. Tullius, de inmediato empezó a correr sin rumbo, porque no tenía a quién perseguir (las otras dos hacía rato habían huído, esperanzadas con el bautizo próximo del clan) hasta que divisó a un perrocalentero que atendía a tres jóvenes que, de pronto, le parecieron conocidos. Al acercarse a ellos, se dio cuenta que en la otra esquina estaba ocurriendo una situación inusual (o no tanto) y por los movimientos tensos de los dos jóvenes que lograba observar desde donde estaba, sospechó que algo andaba mal. De inmediato, caminó sin mucho sigilo hacia la camioneta y vio cómo Fosforina tenía amenazado a su hermano menor. Tullius, desesperado, corrió al encuentro de sus más grandes amores, para evitar cualquier desgracia. Fosforina, quien no se percató que el uniformado era su razón de ser feliz y, muy nerviosa por el rápido acercamiento, levantó el arma y disparó casi sin ver, pero con una puntería envidiable, y Tullius cayó al suelo.

El hermano de Etelvino, Eufronio, soltó un alarido desesperado al ver que su hermano mayor, que estaba por cumplir 21 años, al que amaba y admiraba con todas sus fuerzas, quien prepararía con él la fiesta aniversario de sus padres también tan amados, cayó de rodillas al suelo, muy abrumado. Fosforina, al escuchar el verdadero nombre de su Tullius (que sólo su familia y ella conocía, pues se lo había confesado, entre risas y vergüenzas, una de esas tardes de amor) pronunciado por el otro, sintió desvanecerse también y, en conjunto con Eufronio, fue al encuentro de Etelvino para intentar determinar dónde había sido el disparo y correr a una sala de emergencias. Pero ella había tenido demasiado puntería... Un rastro de sangre desde el centro de la frente hacia la mejilla izquierda, recorría el rostro de Etelvino. Eufronio, tomó a Fosforina de los brazos, quien se encontraba arrodillada en el suelo, con la mirada perdida y la entregó a la jefatura más cercana. Ella, no parpadeaba. No volvió a pronunciar palabra. Eufronio y sus amigos se encargaron del cuerpo de Etelvino. No hubo fiesta al siguiente día.                             

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