lunes, 12 de marzo de 2012

Sensaciones acosadoras

¿Qué produce la música en quién la escucha atentamente?, ¿qué produce el tacto con distintas superficies?, ¿qué produce el tono de voz de un ser en otro? Esas y otras interrogantes nos recorren diariamente, desencadenando sensaciones inevitables que nos hacen sentir verdaderamente partes de un todo. ¿Quién no ha relacionado la temperatura del agua con algún color, quién no ha vinculado sus sueños con la realidad o viceversa, gracias a un simple, e inesperado, roce de codos? 


Hace unos días, bajo una de las tres duchas diarias derivadas del calor húmedo incesante, apenas sentí el agua correr sobre mis hombros, vi (o más bien, imaginé) un color amarillo fortísimo. Un color que no he visto fuera de la ducha, pero que representa, sin duda, un agua muy pero muy fría. Cuando en otras ocasiones la necesidad climática me ha llevado a regularla hacia lo más caliente posible, sólo llega a mi mente, despertándola, una imagen inmensamente oscura, casi negra. Y de esta manera, todos terminamos de alguna forma u otra, relacionando sensaciones, que se consideran, incluso, casi imposibles de corresponder. Algunas agradables, otras no tanto, pero están ahí presentes la mayor parte del tiempo. No creo que existan personas menos sensibles a ellas, pero sí creo que no todas las sensaciones son iguales para todos. Cuando camino por las calles, toco a mi paso sobre todo las plantas, un simple roce de la punta de mis dedos con la superficie de una hoja, me llena de un no sé qué indescriptible. Lo mismo me sucede con las rocas, con la corteza de un viejo árbol. Alguna persona me comentó que le ocurre con las paredes, que las texturas y distintas rugosidades han desarrollado en ella la imperiosa necesidad (casi una adicción) de ir tocando cuanta pared se le atraviese en su camino. El viento en el rostro, el tacto con el papel antes de ser escrito, el abrazo al peluche recibido en la infancia o tras un gesto tierno de un enamorado, la cobija sobre los pies desnudos, la caricia sobre la cabecita ingenua de una maravillosa mascota y posar las manos sobre una roca que la cubre una helada cascada. Todo lo anterior y más nos cubre de vida (¿?) de aire, de paz. Y sólo así recuerdo, recordamos, que somos parte de algo enorme, que se enreda, que se ramifica, que se extiende a una especie de infinito. No dudo entonces, cuando descubro algún tipo nuevo de sensación, que pertenecemos a un orden natural que, a pesar de los insultos que solemos propiciarle a diario, resulta inquebrantable. Los invito a hacer la prueba, ¿qué cosas en la vida les induce escalofríos, no producto de una regulación de temperatura corporal o gripecita? No en vano la archiconocida Amélie disfrutaba hasta el éxtasis al enterrar su mano en el saco de granos... 

Una simple nota musical, un olor verde (como el de la grama, o césped para entendidos, al ser cortada) o un tono de voz que nos invita a voltear para saber quién ha sido el dueño de tal exclamación, producen sensaciones que nos mantienen comunicados, alterados, sonrientes, apesadumbrados, rabiosos, enérgicos, atolondrados, satisfechos, extasiados. ¿Cuál será la nueva sensación que descubramos hoy?             



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